Dios llama al sacerdote a dar y amar.

Ellos lo sienten. Escuchan a Dios y deciden vivir por Él y con Él. Su labor es admirable, y su trayectoria asombrosa. Dedican la vida a los otros, y esto es loable. Renuncian para dar. Y dan lo que nadie ofrece. Ofreciendo, consiguen sonreír no sólo a Jesús sino que al hombre que vive sin amor. Por amor viven, y con amor consiguen una labor al alcance de muy pocos. 

Yo, y muchos de mi entorno no podemos vivir sin ellos. En la dificultad acudimos a ellos. En la soledad nos refugiamos en su consejo. Y en la enfermedad pedimos su favor. Pero lo más escalofriante es que cuando trabajamos, dormimos, o comemos, siempre hay un sacerdote que reza por nosotros. Pensarlo me lleva a la conmoción. Y desde ella al agradecimiento y al mismo Dios sin pretenderlo. Porque transmiten paz y alegría. Porque son fieles al compromiso. Y a ellos me debo, porque no son hombres para los demás, sino que hombres de Dios para los hombres.

No hay comentarios:

Publicar un comentario