Donde termina la ciencia, comienza la religión.

Los que tenemos fe desde pequeños, nos quedamos con una razonamiento infantil de nuestras creencias. No utilizamos el lenguaje científico y al crecer y convertirnos en adultos, no sabemos razonar del porqué de nuestras convicciones. Es decir, continuamos utilizando el mismo lenguaje de nuestros catequistas, profesores o nuestros padres. 

Y en principio no está mal. Pero en nuestros tiempos, conviene actualizar nuestra fe y elevarla a un lenguaje más científico y comprensible a los demás. Porque el resto sólo acepta lo racional y rechaza lo no demostrable. Si no se procede a esto, se crea un desequilibrio comunicativo porque nuestra fe no está basada en un lenguaje científico. La Biblia es un ejemplo de ello. 

Nos formamos en las universidades, y estudiamos filosofía, sociología, y mucha ciencia. Pero, ¿y nuestra fe? ¿Nos interesamos por saberla razonar y crear vínculos entre ciencia y religión? Nos preocupamos por entender la ciencia, y nos comunicamos en nuestras escuelas con un lenguaje científico. Pero la ciencia tiene límites, como los tiene la fe. Uno llega donde el otro no alcanza. Y de aquí se entiende la importancia de elevar un lenguaje al otro y no comprender uno sin el otro. Los dos son dos fuentes importantes de conocimiento. Y es necesario utilizarlas para saber expresar todo lo necesario de nuestra existencia. Porque hoy día, más que nunca es necesario la formación y la explicación racional. Y no sólo para nuestro desarrollo personal sino que también para la supervivencia de nuestra fe. Porque donde termina la ciencia, comienza la religión.  

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